Y empezó entonces a hablar el mudo. No hubo ser con oído que no se callase. Y de pronto, el mejor amigo de la vergüenza, el murmullo, hizo acto de presencia.
¿Qué podía esperar ahora el comediante? Su monólogo, lejos ahora de ser único, era una antigualla. Siempre le quedaba la funesta opción de retirarse sin elevar el tono, poco a poco, sin que el gentío mostrase a viva voz el talento que el bufón acababa de perder.
¿Era acaso su talento fruto del gentío?, ¿eran sus risas efectos colaterales a su valía?
Hizo de su miedo algo más que coraje y volvió al escenario. Una nota era su único apoyo, y no la sacó del bolsillo. Recitó sin leer como si de un sofista griego se tratase, y nada más que lágrimas fue lo que consiguió arrebatar al público.
No volvió a ese escenario, el público rió de nuevo con otros artistas pero no con él. Nunca más supieron del bufón que fue capaz de transformarse en mitad de una actuación. Una metamorfosis completa, digna de Kafka, o de una mariposa.
El antiguo saltimbanqui, ahora en proceso de olvido colectivo, descubrió el teatro. Recolectando lágrimas se hizo de oro, y ahora ríe, viendo a comediantes pasando vergüenza.
(Murmullo).
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