Imagina que estás en mitad de un bosque, con una pequeña hoguera que ilumina lo justo para poder vislumbrar los rostros de las otras dos personas que te acompañan en esa bonita velada. Un asperger y un hombre callado con cara de pocos amigos y de menos neuronas aún.
Después de una agradable cena (un asperger y un individuo cercano al retraso mental son los compañero perfectos para sentirte en tu lugar), el asperger comenzó a contar una historia de un viejo amigo:
En mitad del frío invierno polaco se hallaba nuestro querido Eduard. Era un individuo apuesto e inteligente que se dedicaba a la abogacía desde hacía poco, pero su porcentaje de pleitos ganados era como para pensar que tenía un don.
Su vida no había sido el colmo de la comodidad: su familia judía murió en el holocausto y él consiguió sobrevivir escondido en una mansión abandonada donde se resguardó durante años.
Pasó largas temporadas sin decir una sola palabra, sólo leía y escribía, se expresaba canalizando sus ideas en una máquina de escribir que hacía un singular ruido.
La mansión estaba repleta de libros de diversa temática, desde históricos a novelas, colecciones de poemas o textos filosóficos. El amplio abanico que manejaba le permitió un conocimiento profundo sobre el ser humano, su conducta y sus hábitos, así como un manejo legal digno de un juez.
Con 18 años, acabada la segunda gran guerra, Eduard se armó de valor y salió de la mansión en busca de un pueblo donde poder asentarse y fundar una familia similar a la que perdió años atrás.
A los 30 años había conseguido todo lo que se había propuesto, tanto laboral como emocional y familiar, pero ese tiempo solo en su mansión le dejó una huella que no conseguía borrar.
Bajo la apariencia de un hombre sonriente e incluso feliz, se escondía alguien que ansiaba el tiempo pasado en el que sólo leía y disfrutaba de la calma de la mansión.
Nunca le contó a nadie su anhelo por volver a sentirse en paz consigo mismo, con el entorno que manejaba a su antojo en esa abandonada prisión, que parecía una prisión, y además abandonada para todo el mundo, menos para Eduard. Para él era su vida entera cuando la habitaba, y su única forma de ser feliz cuando la dejó atrás.
Llegó el día en el que todo lo que había aprendido de ética, moral e incluso amor no pudieron detenerle. Huyó de su casa para volver a su hogar, no avisó a nadie y sólo dejó una nota que ponía:”Estoy en una prisión abandonada, muerto para todos, vivo para mi”.
La ciudadela interior de Eduard abarcaba 1000 metros cuadrados de soledad y calma, y otros 200 de terreno fértil donde plantaba hortalizas y alguna planta no demasiado legal.
Cuando lindaba con los 50 años terminó de leer todo lo que había en la mansión, y se dedicó a escribir sus memorias, que no era otra cosa que la historia de su vida y un análisis vital muy personal e introspectivo, cargado de odio al mundo exterior que lo dio por muerto cuando sólo quería ser feliz, feliz pero no juzgado.
Una vez terminado el libro se suicidó.
(Vuelta a la hoguera con los dos curiosos personajes)
El asperger resultó ser su hijo, estaba lleno de lágrimas pero mantenía su rostro sereno. Nos contó que la historia de Eduard llegó a sus manos por la policía, que encontró el libro dentro de la mansión junto al cadáver.
Después de unos minutos incómodos de silencio en la noche, sólo roto por los lagrimeos del asperger, el hombre aparentemente retrasado sacó una escopeta de su tienda de campaña y disparó a bocajarro sobre el asperger y su acompañante. Acto seguido se voló la cabeza.
La vida tiene muchas explicaciones y razones para poder analizarla, la muerte no.