Contemos líneas. Vamos a leer líneas y a escribir entre ellas. Y es que entre dos líneas la mejor es la del medio, la que no se deja ver, pero la única que acabas recordando.
Debe creer ese iluso bolígrafo que por ser lápiz no entiende la tinta. También cree que no sólo no la entiende, si no que ni la ve. La tinta apesta en la distancia, y más parafraseando al innombrable, que hasta se deja embriagar, y no de pasión.
¿Quién se cree que es ese bolígrafo?, ¿un pincel?. ¿Hasta donde llega el silbido de su rencor?. ¿Acaso no hay papel suficiente para la verdadera distancia?.
Llámense líneas, llámense rayas, la cuestión es quejarse. La cuestión es sobresalir por ocultarse, resaltar por carecer de color. Todo es perfecto en la plañidera felicidad imperfecta de la bohéme.
Señoras y señores, damas y caballeros, tengo el placer de presentarles a los renglones torcidos de un manco.
De cada dos líneas que escribe un hombre, la mitad definen el dolor que la segunda edulcora. Leyendo entre líneas, no hay prosa sin agujas, y ahondando más en ese párrafo que esconden dos frases, todavía hay más dolor, y su amiga la mentira.
En un lugar muy muy lejano, habita una biblioteca de reproches que esperan a sus dos líneas para poder ser libres. Y regalar agujas.