Contaba el cuento que hubo una tensa
calma antes de la tempestad, y luego una clase diferente una vez cesado
el trajín de viento y ruido. También contaba el cuento que el
ajetreo atmosférico no se había prolongado en demasía, y que si
bien había removido sin piedad aquello que rozó, pasado un rato, se
volvió a recolocar.
Ríos de tinta desbocados entre hojas,
vallas (bayas y “oh vaya”) e incrédulos personajes que veían
sus hasta entonces tranquilos árboles, volar ociosos con sus raíces
al viento como el cuerpo escondido de una tortuga.
Corrían malos tiempos para los
cuentos, casi tanto como para los cuentistas, y es que con tanta
corriente fuera de control, y tanto recolocar hojas, ya nada volvió
a tener sentido. Otra historieta, de curiosa moraleja, decía sin
embargo que aún desordenada, siempre hay un sitio indicado para cada
hoja, por muy tempestuosa que sea. Sin duda era fruto de una buena
pluma, de las que volaban de forma grácil, acariciadas gracias a su
esbelta figura.
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