Todo comenzó cuando el concepto cruzó
la barrera de lo plasmado en un tapiz, en el momento que aquellos
juicios rasgados tuvieron a bien darle alas a las letras y pies al
marco.
No es precisamente el más preciado
artículo del museo, lo improbable tiende a la transparencia cuando
se trata de analizar el fondo de una cuestión que las palabras
escondieron en un enrevesado arabesco. Y dice bien el crítico cuando
no dice, y no así cuando pronuncia aquella idea premeditada,
presente pretéritamente, antes de ver siquiera como del marco
brotaban extremidades.
La venia del crítico se asemeja al
saludo del hombre de la guadaña, a la impía condena de irrefutable
condición.
Aplauden las moscas entre el hedor que
desprenden aquellas obras tan ramplonas como pasajeras, tan simples
como mortecinas, de condena aún peor que el saludo de la muerte
misma, que ya envió un correo certificado a las musas del mediocre
creador.
No se confundan, que no todo es gris. A
veces el mejor museo no tiene nada similar a un edificio que lo
contenga.
A veces, sólo a veces, uno posee su
propia colección de musas y arabescos en el bolsillo pequeño del
pijama. Y quién dice pijama dice conciencia.
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