La superficie era incoherente, un desorden de objetos con un sino confuso. El cielo se manifestaba en la tierra y la tierra en el cielo, en el medio la nada, y en la frontera de la existencia, un concepto circular.
La anarquía existencial era dueña de la dulce dama de la calma. Narcotizada por una certeza plagada de errores y de una objetividad parcial que las rocas alababan. La rendición de tributos era constante, sistemática y aniquiladora. La más eficiente forma de hacer reinar a la incoherencia.
Era tal el vacío, que un átomo sentía claustrofobia de su propia situación.
Como si de una chispa de divina creación se tratase, apareció la única forma de resolver el puzzle.
Las llamas se apropiaron de toda la escoria que gobernaba y dirigía ese averno anacrónico. Cada pequeña y mísera porción de sustancia desapareció entre un áurea flamígera. Cada acierto, cada error, fueron igualados. La nada garantizó el punto medio entre dos excesos, entre dos actos, entre dos esferas. Todo fue llevado instantáneamente a tiempos de validez pretérita.
Esa superficie fue testigo de una nueva creación. Sana, pura, cauterizada y catártica.
No estaba exenta de errores pero era lógica, y nada hacía a sus habitantes más felices que entender qué pasaba a su alrededor.
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