martes, 6 de marzo de 2012

Pacta sunt servanda

No recuerdo su nombre, a caballo entre un zíngaro y Fausto. Vendió su alma por un poco de tiempo, y siendo realistas, fue un gran pacto.
El incesante silbido de lo estático le dejaba sordo. El alma era poca cosa a cambio de una vida, por pequeña porción que fuese. La primacía de la existencia positiva, de la novedad, y del simple y llano disfrute.
Necesitaba nuevas preguntas, nuevas respuestas, y nuevos entornos. Necesitaba un paisaje que hiciese juego con una mente preclara, llena de grandes ideas y ambiciones terrenales.
No aspiraba al edén, sólo a un paisaje a juego con su ilusión. Ilusión susceptible de pluralizarse, de hacerse incontable aún en la finitud.
En ese pacto, Mefistófeles le leyó hasta la letra más pequeña, y le recordó que para hacerse efectivo el contrato, habría que superar una serie de costosas pruebas periódicas. Y administrativas.
Incluso el mayor de los precios sería menor a la gran prestación que el ayudante del demonio fijó en la obligación.
La felicidad es un invento de la edad moderna, el amor viene de más lejos incluso, pero la vida, la vida es incuestionable.
Fausto no erró, y en el infierno recuerda feliz.
¿Recordará el zíngaro?

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