Un refugio en proceso de abandono
desmerece. La comodidad es ya mera palabra en boca de un mudo si
se trata de diagnosticar lo angosto de lo que antes era conocido como
el salón. Un precioso y refinado salón victoriano, con sus cuadros,
sus espejos y sus encorsetadas tradiciones. Lo refinado es ahora más
bien turbia “refinería”, los cuadros grabados, los espejos
cuadros y las tradiciones un sinsentido.
Lúgubre contexto que aterraría a
profanos y justos, cálido abrazo para el que la comodidad es un
cuerpo con heridas de antaño.
Pregunta la retórica cuestiones
indignas para una respuesta clásica. De ahí el agridulce placer de
sabores antediluvianos. Con su regusto a añejo y a experimentado.
Irónico es lo novedoso que resultan los tan manidos sabores con el
contraste del novísimo presente.
Si uno dice antediluviano es porque
créame, ha habido un gran diluvio, uno que ha empapado hasta la
última silla de madera de este precioso salón.
Este antiguo retrato, lejos de ser
espejo y difícilmente clasificable como cuadro, es el complemento
perfecto a un torso cosido con flecos, adornado con suaves matices y
todavía húmedo por el diluvio que contadas miradas vertieron sobre
él.
El café sigue siendo de otro mundo.
Con o sin mayordomo es un buen salón para algo tan injusto como
un diluvio.
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