Cuando era pequeño tenía una curiosa
costumbre. En aquellas tardes que pasaba en mitad del campo, o
incluso en los parques, buscaba algo de valor en el suelo y lo
escondía para cuando volviese. Ser tan joven hacía que nunca
supiese con claridad cuándo volvería a ese mismo sitio, no tenía
horarios ni planes.
Cuando volvía a casa pensaba en
aquello que había dejado en mitad de un paisaje sin dueño, pero
reconozco que al día siguiente ya no le dedicaba demasiada atención.
Igualmente sabía que allí estaba. A veces, cuando llevaba días y
días sin ir, recordaba que mientras yo hacía un montón de cosas en
otro lugar, aquello que había escondido seguía probablemente en el
mismo recoveco, pese a que el temor a que hubiese desaparecido
permanecía subyacente.
En la distancia no había nada seguro,
no sabía si había llovido, si el calor había secado la zona o el
frío cubierto de escarcha. Saber no sabía nada con seguridad, pero
tenía la ciega confianza de que volvería a verlo tal y como lo
había dejado, que era posible que alrededor hubiera nuevas plantas,
pero mi preciado presente allí estaría, casi esperándome.
Esa vieja costumbre me ha enseñado
mucho sobre los cambios y más aún sobre las despedidas.
A día de hoy desconozco si lloverá
sobre esa parte de mí , que escondida o no, espera a mi regreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario