martes, 11 de septiembre de 2012

Detrás del árbol torcido


Cuando era pequeño tenía una curiosa costumbre. En aquellas tardes que pasaba en mitad del campo, o incluso en los parques, buscaba algo de valor en el suelo y lo escondía para cuando volviese. Ser tan joven hacía que nunca supiese con claridad cuándo volvería a ese mismo sitio, no tenía horarios ni planes.
Cuando volvía a casa pensaba en aquello que había dejado en mitad de un paisaje sin dueño, pero reconozco que al día siguiente ya no le dedicaba demasiada atención. Igualmente sabía que allí estaba. A veces, cuando llevaba días y días sin ir, recordaba que mientras yo hacía un montón de cosas en otro lugar, aquello que había escondido seguía probablemente en el mismo recoveco, pese a que el temor a que hubiese desaparecido permanecía subyacente.
En la distancia no había nada seguro, no sabía si había llovido, si el calor había secado la zona o el frío cubierto de escarcha. Saber no sabía nada con seguridad, pero tenía la ciega confianza de que volvería a verlo tal y como lo había dejado, que era posible que alrededor hubiera nuevas plantas, pero mi preciado presente allí estaría, casi esperándome. 
Esa vieja costumbre me ha enseñado mucho sobre los cambios y más aún sobre las despedidas.
A día de hoy desconozco si lloverá sobre esa parte de mí , que escondida o no, espera a mi regreso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario