El asesino es un buen hombre. Así, sin
más. Su número final consiste en ser reloj, envuelto en una tenue
capa de celeridad. Sonará a delicioso eufemismo en oídos toscos,
quizás más grave en los zafios y un abrazo a los culpables.
En la ciudad de los malos humos perder
algún sentido es hasta gratificante. Esta es la pista que deja la
acción, la levísima prueba de que hay algo que late.
Cada punto y cada coma están
desgranados en la memoria de un ente que, sin ser más que cuatro
letras, acertó con un alfiler a la cara oculta de la luna.
Oficios.
Lo obstinada que es la idea turbia y
esquiva de las alucinaciones. De los alunizajes aún no ha dicho nada
el príncipe, pereza mediante. Ya le dejarán.
Virtudes.
La corriente alterna entre vida y
muerte, entre día y noche, entre yo y todos. El titán restó de
más en los cálculos conservadores, pero tranquilos muchachos,
saldrán las cuentas.
Vida.
Decía el adicto que ser reloj estaba
mal visto, y ahora le doy la razón. Jeffrey no tuvo navidad.
Si hay un verbo que nadie debió
siquiera molestarse en escribir es el esperar. Denle fuego al asesino, que se lo ha ganado.
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